Todo me habla de vida

A la salida de Cea, pasamos por la funeraria La Saleta, por la advocación con que le rezan a la Virgen en aquella tierra del pan. Y luego, por el camino, nos cruzamos con varias señales de «Velorio» hasta que dimos con uno de esos tanatorios a las afueras más utilizados en estos pueblos que los toboganes para niños. 

En Arenteiro, todavía en el municipio de Piñor (sí, pinos y piñas y aserraderos como blasona su escudo), pasamos por la puerta de dos fábricas de ataúdes. Primero, la de M. Janeiro y luego la de Gallego. Estaban cerradas por pura prevención, porque no es un negocio agradable de ver, pero en pleno funcionamiento por los ruidos que escapaban. A nadie le agrada contemplar cómo eligen los tablones y los curvan, los clavetean y los barnizan hasta conseguir aquello que quien lo fabrica no lo quiere, quien lo compra no lo usa y quien lo usa, ni lo ve.

Uno siempre se imagina esa clase de fábricas con la presencia adusta de gente grave, casi como aquella Muerte enlutada que jugaba al ajedrez con el caballero en la película de Bergman. Y con música de Schubert de fondo, claro: ‘La muerte y la doncella ‘.

Todo eso en la primera hora de camino, concentrado con el frío de la mañana, pero la naturaleza hablaba de otras cosas. Hablaba de vida por todas partes. Esta jornada tuvimos menos tramos enfangados que hay que salvar con cien ojos para no resbalar con el agua que corre a raudales de las cumbres a los valles. 

Uno se pone a caminar por la trocha como las cabras, ayudado por el bastón, y se admira del torrente que baja por la acequia, como canta el salmista: «Tus carriles rezuman abundancia, rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría». Una fiesta a tenor del agua que baja ladera abajo, saltarina y traviesa como una cordada de niñitos cogidos de la mano que nunca se detiene.

Por A Ponte, en Carballeda (poblado de robles como indica el nombre de la parroquia), el río Arenteiro fluye impetuoso y decidido como un novio camino del altar donde casar sus aguas con el Avia, que a su vez tributa al padre Miño. Hay álamos y robles y un fragor cantarín en los rápidos con que el agua se precipita rumorosa, tan cristalina que se pueden contar las piedras del lecho como los huevos prehistóricos de Macondo.

Y al río le hacen coro los pajarillos con su piar alegre, encendido, dicharachero. Gorjeos y trinos, zureos, arrullos y reclamos, requiebros de cortejos amorosos o cantos entrecortados, graznidos de cornejas y hasta el glugluteo de un pavo real que escuchamos el día anterior, imposible acordarse dónde. 

Gatos, perros, vacas pastando en un prado de yerba alta, ovejas… hasta un gazapillo que se nos agazapó temeroso cuando nos descubrió hasta que a la mínima oportunidad se escapó de un brinco. 

Y flores. Muchas flores, la primavera en todo su esplendor, con mil colores y mil aromas: azucenas, lirios, petunias, rosas, hortensias desnudas y sus hermanas silvestres, jaras, retamas (en lo alto de Dozón), helechos, margaritas, yedras, chiribitas, siemprevivas, lavanda, ranúnculos, qué gozada. Y los pastos, verdes verdísimos, como si estrenaran ropa de ese color, meciéndose dóciles con el viento. 

Ya nos habíamos maravillado con el espectáculo de las plantaciones de colza en Zamora, vistos al pasar desde la ventanilla del coche: una alfombra de un amarillo intensísimo, restallante en el horizonte jugando a un ajedrez imposible con los barbechos.

Todo me habla de vida, de una mano prodigiosa que sembró las flores campestres y afianzó las montañas y abrió paso a los ríos y deja caer sus dones desde el cielo como viene a nosotros la lluvia, cuida la tierra, la riega y la enriquece sin medida hasta que las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan la gloria de Quien los puso allí. Cuánta hermosura, Señor, en la que deleitarse camino de Dozón.